El cerebro no recuerda logotipos: recuerda sensaciones.

Cuando evocamos una marca, no pensamos en su forma, sino en lo que nos hizo sentir: seguridad, calma, pertenencia, admiración. Daniel Kahneman explicaba que la memoria no es un registro fiel de lo ocurrido, sino un relato emocional. Lo que recordamos no es el hecho, sino el sentimiento asociado. Antonio Damasio lo llevó más lejos: “El cerebro no piensa en emociones, piensa con emociones.”

Por eso, la memoria de marca se construye a través de experiencias que despiertan los sentidos. El sonido del tudum de Netflix al comenzar una serie; el olor a café instantáneo de Nescafé que te rescata por la mañana; el tacto frío del aluminio de un iPhone recién sacado de la caja. Son pequeñas huellas multisensoriales que el cerebro almacena como señales de familiaridad.

diseño experiencial unboxing iphone

Cada aspecto de la caja del iPhone está diseñado para ofrecer una experiencia sensorial que genera emoción y refuerza la conexión con la marca: sensación táctil agradable, diseño minimalista y elegante… Incluso ha implementado lo que se conoce como “empaque de aire”, una técnica que ralentiza el proceso de apertura de la caja para crear un momento de suspense y sorpresa para el usuario.

Charles Spence (Universidad de Oxford) demostró que los recuerdos más duraderos se asocian a experiencias donde varios sentidos se activan simultáneamente. Sin embargo, en el branding contemporáneo seguimos obsesionados casi exclusivamente con la vista: color, logotipo, tipografía. Y, paradójicamente, la vista es el sentido menos fiable de todos. Lo que de verdad se adhiere a la memoria es lo que involucra cuerpo y emoción.

Pero la emoción por sí sola no basta. Una experiencia sensorial aislada —por intensa que sea— se desvanece si no se repite. El cerebro necesita patrones, repetición, ritmo. Necesita que esa sensación se convierta en acción. Y aquí es donde entra el ritual: el gesto que transforma la sensación en memoria duradera.

 

De lo sensorial a lo ritual: cuando la acción se convierte en recuerdo

Si la emoción abre la puerta del recuerdo, el ritual la mantiene abierta.

Una marca no se recuerda solo por lo que muestra, sino por lo que invita a hacer. La memoria de marca funciona a través de acciones simbólicas: pequeños gestos, repetidos miles de veces, que transforman la marca en hábito y el hábito en significado.

Pensemos en tres casos concretos:

  • Netflix no solo tiene un logotipo rojo que parece que se derrite. Tiene un sonido (tudum) que marca el inicio del ritual: apagar la luz, sentarse en el sofá, desconectar del día. Ese sonido es el umbral entre el mundo exterior y la burbuja del entretenimiento. No es un detalle: es el ancla emocional de la experiencia. Cuando escuchas ese tudum, tu cerebro ya sabe que lo que viene después es “tiempo para mí” (o “tiempo para procrastinar”, dependiendo de tu nivel de honestidad contigo mismo).

 

 

  • ColaCao construyó su memoria no desde el sabor del cacao (que, seamos sinceros, Nesquik sabe mejor), sino desde el ritual del desayuno: abrir el bote amarillo, meter la cuchara colmada, verter el polvillo marrón en la leche, remover en círculos hasta que se disuelve (o no, porque siempre quedan grumos), y dar el primer sorbo con la espuma todavía en los labios. Ese gesto —aparentemente trivial— se repitió cada mañana durante décadas en millones de hogares españoles. ColaCao no vende cacao: vende infancia, vende mañanas de colegio, vende esa sensación de que todo estaba bien cuando lo único que tenías que hacer era tomarte el desayuno antes de que se enfriara.

 

 

  • Cruzcampo construyó su identidad no desde el sabor de la cerveza (desde luego), sino desde el ritual de la identidad compartida: pedir “una caña, por favor” en el bar. Ese gesto —aparentemente trivial— es una expresión de pertenencia. La marca no vende cerveza; vende la certeza de que ese momento, ese lugar, esa forma de hablar, te conectan con algo más grande que tú: tu folklore y tu cultura.

El antropólogo Grant McCracken definía el consumo como una forma moderna de ritual. Cada vez que repetimos una acción asociada a una marca —poner el despertador con Calm, preparar café con la misma cafetera, pulsar el play de Netflix—, estamos reforzando un vínculo emocional y simbólico. Los rituales de marca son pequeñas coreografías de pertenencia. No necesitan grandes gestos: basta con la reiteración.

La mente humana asocia el placer de la familiaridad con la confianza. La psicología del hábito (Charles Duhigg, The Power of Habit) explica que repetir un acto placentero lo convierte en una forma de seguridad emocional. Las marcas que entienden esto diseñan experiencias consistentes no para sorprender cada vez, sino para reafirmar una promesa. El ritual, en ese sentido, no es repetición vacía: es un recordatorio emocional de que “esto sigue siendo como siempre”.

Las marcas que recordamos son las que nos hacen hacer cosas, no solo las que nos hacen mirar cosas.

Repetición, consistencia y confianza: lo familiar como promesa

Steve Jobs lo resumió mejor que nadie: “A brand is simply trust” (una marca es simplemente confianza). Y la confianza —como demuestra la psicología social— se construye a base de previsibilidad. El cerebro humano confía en aquello que puede anticipar.

Por eso, la repetición no es redundancia, sino ritmo. La consistencia es clave en la construcción de memoria de marca: no significa decir siempre lo mismo, sino mantener una coherencia sensorial y emocional a lo largo del tiempo. Las marcas memorables no necesitan sorprender cada día; necesitan sonar familiares incluso cuando cambian.

Netflix mantiene su tudum (y su hábito de cancelarte la serie justo cuando te estabas enganchando, pero eso es otra historia). ColaCao mantiene su bote amarillo, su ritual del desayuno y su discurso sobre la energía y el deporte desde hace 75 años —aunque ahora ya no canten aquello de “yo soy aquel negrito” porque, bueno, los tiempos cambian y menos mal—. Cruzcampo repite una idea que trasciende la publicidad: la celebración de la identidad local.

Esa consistencia no limita la creatividad; la ancla. Permite variaciones sin perder el centro.

Lo familiar no aburre; tranquiliza. Es el espacio en el que la memoria y la emoción se cruzan. Como en la música, la memoria de marca funciona por repetición y variación: el tema se mantiene, pero las notas cambian ligeramente para mantener la atención. Nadie quiere escuchar el mismo riff de guitarra durante tres minutos seguidos. Pero todos queremos reconocer ese riff cuando vuelve.

La consistencia no es una limitación creativa: es una forma de generosidad. Permite al público reconocerse en la marca, confiar en ella y sentir que, aunque el mundo cambie, hay algo que permanece. Y en tiempos donde todo parece estar en constante mutación, esa estabilidad vale oro.

 

Conclusión: diseñar para ser recordados, no solo para ser vistos

Diseñar una marca no es diseñar una imagen: es diseñar una experiencia emocional que se repite con sentido. La memoria no surge del impacto, sino de la constancia: de la reiteración de un tono, un olor, un ritmo o un gesto que, con el tiempo, se convierte en confianza.

Las marcas que perduran no son las que gritan más fuerte, sino las que suenan igual, incluso cuando cambian de melodía. Porque, en última instancia, lo familiar es la forma más sutil de la confianza. Y la confianza —como sabía Jobs— es lo único que realmente importa.

 

Fuentes principales y lecturas recomendadas
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